Irse al extranjero no tiene por qué ser permanente. A veces nos detiene la idea de emigrar porque pensamos que no volveremos. La realidad es que esto no es así. Irse al extranjero por dos o tres años a trabajar o a estudiar es una experiencia muy enriquecedora.
Así que una vez tomada la decisión el siguiente paso es mudarse. Es importante pensar en frío y de forma realista todas las opciones. Y de hacer una mudanza en todo sentido. Llevarse lo menos posible es bueno pero llevarse lo puesto significa que luego habrá que comprar de todo, y al final esto sale caro. Se pueden conseguir varios presupuestos online con empresas de mudanzas como uShip, que es una especie de eBay de servicios del transporte.
Es una buena opción llevarse objetos con valor sentimental que haga conectar con el hogar. Esto puede ser desde una lámpara, la impresora, la bicicleta o incluso toda la colección de libros.
El siguiente paso es adaptarse al nuevo país y para ello es imprescindible conocer gente nativa o que lleve años viviendo allí, esto ayuda a sentir apoyo y comprensión pero también es la mejor fuente de información para todas las dudas que surjan. Permite estar al día de oportunidades como por ejemplo saber si un amigo de un amigo alquila su casa, o el mejor barrio donde vivir.
También sabremos sobre qué banco escoger, sitios donde socializarse, costumbres, los pros y contras de la nueva cultura, etc. Para hacerse este grupo de amigos hay tres opciones: vivir al principio en un piso compartido, relacionarse con compañeros de trabajo nativos (aunque sean poco receptivos al principio hay que seguir intentándolo) y quedar con expatriados, que vienen a ser gente como tú.
Existen estudios sobre efectos en el estado de ánimo de gente que emigra. Estos recogen lo que se llama “shock cultural”. Es una etapa dentro del proceso de adaptación que surge entre los 3-4 primeros meses y los 6-7, la duración varía dependiendo de la persona y el contexto y puede ser desde días hasta unos pocos meses. En este periodo surge una especie de depresión y sentido de rechazo a la nueva cultura. Todo pasa pero es bueno estar prevenido para no tirar la toalla a la primera de cambio y perder la oportunidad de vivir una experiencia inolvidable que nos haga crecer como personas.
Y es que irse al extranjero nos hace abrir los ojos. Nos hace darnos cuenta que ni lo de afuera es lo mejor y lo que se tiene es lo peor ni viceversa. El mundo, en lo básico, es lo mismo en todos lados. Con esta experiencia se pueden aprender nuevas culturas y nuevos idiomas, nos dan riqueza de conocimiento y sobre todo tolerancia, un bien escaso en el ser humano en el que se debería poner más esfuerzo.
Estar fuera del país de nacimiento hace aflorar un sentimiento que se puede incluso considerar gracioso. Muchas veces el motor para irse a vivir a otras fronteras es el hastío del lugar donde se reside. Lo que ocurre es que después de dos años fuera, cuando las sensaciones de entusiasmo y asombro acaban, se empieza a pensar que como en España en ningún lugar. Ya sea por el sol, por la comida, lo sociable que es la gente, la familia, los amigos, las tapas, el vino, el estilo de vida, lo barato comparado con otros países, etc; el nacionalismo aflora.